Por: Mons. Francisco Javier Errázuriz
Eran las tres de la tarde en el calvario después de haber sido tratado de la manera mas despiadada y violenta. Víctima de la ingratitud de su pueblo, de la cobardía de la autoridad civil, de la dureza de corazón y del rechazo de autoridades religiosas, del trato brutal de algunos soldados romanos y del abandono de casi todos los suyos, expiró Nuestro Señor Jesucristo. Murió después de encomendar su espíritu al Padre. Nos estremecen y nos conmueven las circunstancias de su muerte.
El profeta Isaías describió al siervo de Yavhé de manera desgarradora: "Desfigurado, no parecía hombre ni tenía aspecto humano, lo vimos despreciado y evitado por los hombres como un varón de dolores acostumbrado a sufrimientos, desprecios. Nosotros lo estimamos herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes, maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca, como un cordero llevado al matadero. Sin defensa, sin justicia se lo llevaron, lo arrancaron de la tierra de los vivos"; hasta aquí el profeta.
Con razón los improperios de este día Viernes Santo ponen una queja desolada en labios de Jesús: "Pueblo mío, ¿que te he hecho? ¿En qué te he ofendido? Respóndeme. Yo te saqué de Egipto, yo abrí el mar delante de ti, yo te guiaba con una columna de nube, yo te di a beber el agua salvadora, yo te di un cetro real; ¿que más pude hacer por ti? Respóndeme". Dolorosa queja en labios de Dios hecho hombre por amor a nosotros.
Los santos al contemplar las llagas y la cruz de Cristo no podían separarse del crucifijo sin decirse sobrecogidos: si sufrió tanto por mí, ¿cuánto me amaba? y ¿cuánto me ama? Aquí reside el secreto del silencio de Jesús y de la renuncia a toda defensa, aquí reside la explicación de su mansedumbre cuando se deja conducir al lugar de la crucifixión. Vino a este mundo a revelarnos el amor del Padre y era necesario este nuevo árbol de la vida y de la ciencia del bien, en el cuál confirmó que nos ama hasta el extremo, hasta el extremo de dar su vida por cada uno de nosotros y por toda la humanidad, por cada uno de ustedes y por mi. Tanto valemos a sus ojos y en su corazón.
Vino a enseñarnos la ciencia del amor, este nuevo Adán que desde el árbol de la cruz nos muestra en su cuerpo llagado la gran revelación, la nueva y eterna alianza de Dios con nosotros mediante un vinculo indestructible: el mismo Señor Jesús que abolió la enemistad y es nuestra paz. Desde la cruz el quiere enseñarnos a amar para que sea nuestra la paz verdadera. Él quiere decirnos que el amor vence a la muerte, a los abusos de poder, a la tortura y a la infidelidad. Desde entonces en cada niño desamparado, en cada mujer que sufre, en cada obrero sin trabajo y en cada uno de nosotros, el Padre de los cielos, y por que no también nosotros, encuentra el rostro de Cristo iluminado por el amor y la obediencia, marcado por el dolor, pero también por la gloria que su Hijo ha merecido para todos.
Qué misterio de sabiduría y de misericordia. No tiene sentido indignarse contra quienes lo hicieron sufrir y maltrataron sino tomamos conciencia de la ingratitud y del mal del cuál nosotros mismos somos capaces. Los hechos no ocurrieron sólo hace dos mil años, ocurren también en nuestros días porque el Señor nos dijo que todo lo que hacemos a uno de nuestros hermanos pequeños a Él lo hacemos. Por eso si no nos acercamos al hambriento para darle de comer, ni al sediento, al desnudo, al enfermo, al encarcelado, al cesante, al angustiado, al ignorante para aliviar su sufrimiento es al mismo Señor a quien desconocemos o rechazamos, a quien despreciamos o marginamos. No le estaríamos prestando el servicio, el gesto de apoyo o de gratitud que con urgencia nos pide. Peor aun es la responsabilidad humana cuando se causa el sufrimiento, calumniando al inocente, infiriendo heridas al adversario dando muerte al indefenso, haciendo limpiezas étnicas, políticas o aun religiosas.
Qué la muerte de nuestro Señor grabe en nuestro ánimo el más profundo rechazo a la mentira y a la injusticia, a la prepotencia y a la violencia. El poder, la autoridad y las fuerzas que Dios nos da no las usemos para destruir sino para construir en el espíritu de Jesús conforme a su verdad, su sabiduría y su amor infinito. Este es el nuevo espíritu que necesitamos para dar forma a nuestra convivencia en el próximo milenio.
Antes de expirar el Señor le pidió a la Virgen María que asumiera a Juan como hijo suyo: "Mujer ahí tienes a tu hijo"; a Juan le indicó "ahí tienes a tu madre". Se lo expresó a él pero la tradición comprendió muy pronto que se lo decía a Juan y a todos los discípulos, también a nosotros; ahí tienes en la Virgen María a tu propia madre. Después de meditar en la Pasión y Muerte de Nuestro Señor no dejemos de imitar el ejemplo del discípulo. El Evangelio nos relata "que desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa", desde esta hora acojámosla en nuestro interior, en nuestra casa para que nos enseñe el inconmensurable amor que Dios nos tiene y la fidelidad agradecida que le debemos, y para que nos acerque a nuestros hermanos sufrientes en quienes nos reencontramos con Nuestro Señor Jesucristo.
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