POR ESTHER LÓPEZ
Santo Domingo.- Jesús, crucificado en el Gólgota, se te escuchó pronunciar siete palabras. Palabras que enunciaban tu sufrimiento, pero la Escritura debía cumplirse, y por tu amor por la humanidad. Y por ese sacrificio incomparable, hacia mí y a todos, te hago este homenaje en agradecimiento.
Jesús, desde la cruz, que en su peso llevaba la maldición del que de sus brazos colgase, como dice la Escritura: “maldito por Dios es el colgado”; pero tú eras Santo, dijiste las siete palabras, que hoy en rememoro en tu honor.
Hijo de Dios, aún siendo Santo, tus trasquiladores como cordero te llevaron al matadero y te sacrificaron junto a dos malhechores que sí pagaban sus delitos justamente; pero aún así tú callaste y solo los amaste, a tal punto que diste tu vida por ellos, en el lugar llamado de la Calavera, sin ningún reproche.
Tú, Hijo de David, crucificado, herido mirabas a tus transgresores cómo te injuriaban con sus escarnios, y más que odiarlos les mostraste tu amor incondicional al pronunciar la primera palabra de las siete: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23: 34).
No suficiente, Cristo Bendito, con los menosprecios de los que abajo te vociferaban vituperios, uno de los condenados a tu lado también te injurió. Aquél, que por sus delitos estaba en la cruenta cruz, y tú, Maestro, eras justo; pero uno, de los que como el primero pagaba sus culpabilidades te rogó le dieses un espacio en el paraíso cuando empezaras a reinar, y tú, con promesa fiel, le pronunciaste la segunda palabra: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23: 43).
Tú, Jesús de Nazaret, sangrabas, pero con tu sangre limpiabas los pecados de los que te gritaban insultos, y lo simbolizaste antes a tus discípulos en la “Cena del Señor”, antes de ser apresado, cuando tomaste la copa de vino y dijiste: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada”.
Al mirarte colgado en el madero tu madre lloraba, sufría tu dolor junto a tu discípulo amado, y como para dejar segura a la mujer que por virtud fue elegida para concebirte en su vientre, pronunciaste tu tercera palabra: “Madre, he ahí tu hijo; hijo, he ahí tu madre” (Juan 19: 26-27).
Transcurría la tarde de aquel inquietante día y tú te mantenías firme, aunque por momentos te dominaba el dolor; tal vez era el peso de los pecados de tus verdugos, que te entregaron peor que al más vil de los criminales, y entonces, a tu padre celestial proferiste la cuarta de las siete palabras que de tu boca salieron, mientras padecías por ellos en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27: 46 y Marcos 15: 34).
En un momento dado, como humano que eras, articulaste: “Tengo sed” (Juan 19: 28), y esa fue la quinta palabra; pero por agua te dieron vinagre y sortearon tus vestidos, como fue profetizado, porque la Escritura debía cumplirse.
Prosperaba la tarde, y con ella el día de reposo, y como presagio de éste, aunque faltando tres horas, a las 3:00 de ese doloroso día todo se oscureció como dice Mateo 27:45: “Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre la tierra hasta la hora novena”. ¡Y, entonces creyeron, entonces reconocieron que eras justo, entonces temieron…!
Jesús, entre dolor y amor, y con tu espíritu moribundo, que la muerte acechaba para robarlo, y cumplido tu sacrifico profético de dar tu vida por todos los que te amaron, por todos los que te siguieron, y hasta por aquellos que te entregaron como a un malhechor más, pronunciaste tu sexta palabra: “Consumado es” (Juan 19: 30).
Jesús, Maestro, agonizabas y en la oscuridad de esa tarde, te encomendaste a tu padre, porque sabías que ya era la hora, y pronunciaste la última, sí, la séptima palabra: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23: 46). Y expiraste mientras, con tu muerte le dabas vida a la multitud pecaminosa que te rechazó, que te aprehendió, que te injurió; que te crucificó sin merecerlo y te coronó: “Rey de los Judíos”, de forma burlona.
Jesús, pero tu amor es tan grande y tan misericordioso que perdonaste a tus verdugos, y por amor fue que moriste en el calvario, allá en Jerusalén, como dice Isaías 53:5: “Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por sus llagas fuimos nosotros curados”.
¡Gracias Jesús!
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